viernes, 25 de noviembre de 2011

Misfits T-shirt











Hoy me animé a tomarme estas fotos con un polo que hace tiempo no lo uso con el Crimson ghost de los Misfits. Polo que yo misma lo hice.

Las fotos fueron tomadas desde mi ipod, es por eso la mala resolución.

Pinochet tuvo una madre

La muerte de Augusto Pinochet es una redundancia. Hacía tiempo que el basurero de la historia lo había acogido como despojo de la Guerra Fría y Franco de caricatura en un remate de anticuario falaz.
Pinochet ya era esperpéntico aun para la derecha chilena, que instigó sus crímenes y los avaló pero que, al final, no pudo tolerar la idea de verlo como un vulgar ladrón, con 28 millones de dólares en cuentas cifradas y heterónimas del banco norteamericano Riggs.
Solo el fujimorismo mosqueado de estas tierras, con el director de La Razón a la cabeza y Santiago Fujimori haciendo otra vez de rabo, han saludado la desaparición física de este monstruo y han recordado sus servicios «a la economía de mercado y al modelo que llevó al éxito a Chile». Con ello reconocen la entraña podrida del neoliberalismo radical, maridado para siempre, desde Pinochet, con la sangre de los muertos y el misterio insoportable de los desaparecidos.
Pinochet ha muerto sin estar un solo día preso. Y sin pedir perdón «por los excesos». Ha muerto, entonces, en su ley de chacal y en la relativa inmunidad que se inventó la transición chilena para no provocar a los militares, o sea, a Pinochet.
Porque si ha habido una transición sudorosa, intimidada y pasmada, esa ha sido la chilena. Y la culpa no fue, en este caso, de Pinochet sino de la propia Concertación, donde late, como llaga del pasado, la Democracia Cristiana, el partido que organizó políticamente el golpe de Estado del 11 de setiembre de 1973.
Pinochet tuvo padre y madre. Y si su padre fue la vieja derecha chilena, familiarizada con la sangre de los débiles desde que los pelucones la encarnaban, su madre fue la docta y centrista Democracia Cristiana.
Recordemos: en agosto de 1973 el golpismo chileno necesitaba de una luz verde política. Se la dio la Democracia Cristiana, que integraba, en ese momento, la fascista Confederación Democrática (Code). El otro participante de esa entidad, creada solo para el propósito golpista, era el Partido Nacional, embarcado en la sedición desde el momento mismo en que Salvador Allende asumió el poder.
Pues bien, en el Parlamento chileno, en agosto de 1973, la Democracia Cristiana y su pareja circunstancial evacuaron el famoso acuerdo que llamaba a los ministros militares a retirarse de sus carteras y consideraba constitucionalmente ilegítimo al gobierno de la Unidad Popular. Era el guiño que el almirante Patricio Carvajal, coordinador del golpe, necesitaba para emprender los últimos operativos. Con el aval del Congreso, la maquinaria de guerra del fascismo no requería de otro salvoconducto.
En su imprescindible libro Yo, Augusto, Ernesto Ekáizer cuenta que Carlos Prats González, el comandante general del Ejército que había renunciado el 23 de agosto de 1973 por presión de los generales conspiradores, tenía tanto temor de lo bestial que podía ser el golpe, que a tres días de su ejecución, el sábado 8 de setiembre, fue a visitar al único hombre que, según su percepción, podía parar la masacre de la democracia.
En efecto, aquel sábado Carlos Prats, que había recomendado a Pinochet como su sucesor «por su lealtad institucional», visitó a Eduardo Frei Montalva, el patriarca de la Democracia Cristiana, el expresidente de la República, el personaje más influyente de la política chilena en ese momento desde su puesto de presidente del Senado —puesto para el que fuera elegido el 23 de mayo de 1973—.
Así relata Ekáizer la escena:
«Prats razonó que la situación política del gobierno de Allende era terminal. El golpe militar era cuestión de días. Y ello implicaba un enfrentamiento fratricida con graves consecuencias. El general le dijo que, tal como él lo veía, si alguien podía evitarlo, ese era él...: Eduardo Frei Montalva...».
«No obtuvo Prats palabras por respuesta. El expresidente Frei bajó la cabeza [...] (Prats insistió y Frei volvió a repetir la escena) [...]. Carlos Prats abandonó la casa de Frei con la convicción de que el expresidente había llegado demasiado lejos como para enfrentarse al golpe de Estado que se fraguaba. Frei no cambiaría de caballo a mitad del río».
Cuenta Ekáizer, periodista de origen argentino nacionalizado español y uno de los mejores cronistas del diario El País, que Prats salió de esa casa lúgubre ansioso por hablar con Allende. Se encontraron, junto a otros personajes del régimen allendista, en la casa de Miria Contreras, la Payita, secretaria y amante de Allende:
—He visitado a Frei. Me temo que no hay nada que hacer —le dijo Prats al presidente.
Y añadió:
—Le insistí en que él era la única persona que podía parar el golpe [...]. Y en las dos oportunidades pude ver cómo apartaba la vista y miraba hacia abajo.
Años más tarde, muchos más tarde, Eduardo Frei Tagle, el hijo del golpista Eduardo Frei Montalva, era el presidente de la República de Chile. Y cuando capturaron a Pinochet en Londres y lo retuvieron, por orden del juez Baltazar Garzón, 503 días, adivinen qué hizo Frei Tagle: luchar con todas las fuerzas del Estado para que Gran Bretaña liberara al socio de su padre, a la alimaña que su padre contribuyó a crear en los laboratorios virales de la CIA. Así honró la memoria de su señor padre y el pasado de la Democracia Cristiana. Y adivinen quién ayudó decisivamente a que el juez Garzón no insistiera, en un momento clave del proceso, en el expediente del arraigo de Pinochet en Londres: el gobierno de Aznar, primo hermano de la Democracia Cristiana chilena.
Pinochet tuvo un padre pero también una madre. Y esa señora tan poco santa fue la Democracia Cristiana, coautora del golpe y perdonada, entre sollozos y cálculos, por los socialistas de pacotilla del presente. Socialistas que Allende no habría dejado entrar a La Moneda aquel 11 de setiembre. No habrían sido dignos de acompañarlo.

La Primera, 12 de diciembre del 2006.

Recuerde a Grau, almirante Giampietri

El almirante Luis Giampietri debe haber recordado el domingo, como todos los marinos peruanos, a Miguel Grau.
Y habrá recordado, entonces, que Grau hacía prisioneros y rescataba náufragos y enviaba cartas de condolencia a las viudas de los jefes de la Armada chilena caídos en combate.
Ese era Grau, el mismo Grau que, a pesar del consejo de todos, emprendió proa a Iquique sin haber hecho las reparaciones debidas en el Callao. Porque a finales de setiembre de 1879 ya el Huáscar había hecho todas las proezas que podía esperarse de su capitán, y el Estado Mayor aliado, todavía peruano-boliviano, demandaba que la mágica nave se tomara un descanso, limpiara fondos y curase las averías que el desgaste de los años y la intensidad de su aventura le habían causado.
No olvidemos que el Huáscar había sido adquirido en astilleros ingleses en 1864, a la luz del conflicto creado por el neoimperialismo español «y justamente para defender a Chile, conforme el pacto de alianza de Prado, todo lo cual fue echado al olvido por el país del sur a la hora de apoderarse de nuestro suelo», según escribe Mariano Felipe Paz Soldán en su insuperable Guerra de Chile contra el Perú y Bolivia.
No olvidemos también que el Huáscar tenía 300 caballos de fuerza mientras que el Cochrane y el Blanco Encalada, blindados chilenos construidos en 1875, tenían 2.920 caballos de fuerza. El Huáscar podía desplazar 1.300 toneladas. Los barcos chilenos podían con 3.560 toneladas. El Huáscar tenía dos cañones Armstrong de 300 libras. El Cochrane y el Blanco Encalada tenían seis cañones de 250 libras, otros de menor calibre y ametralladoras para el combate cercano. La munición artillera de los blindados chilenos era de acero perforante, ventaja de la que también careció el Huáscar. Y, sin embargo, este barco, ya anacrónico en 1879, llegó a jaquear y a desesperar a la arrogante Armada chilena, al punto de que el jefe de la Armada del sur, Galvarino Riveros, recibe del ministro de Guerra la orden de usar toda la flota para acorralar y hundir al Huáscar. En efecto, a la hora de la celada, intervinieron el Blanco Encalada, la Covadonga, el Cousiño, el Cochrane, la O’Higgins y el Loa. ¡La Armada invencible en versión pirata! Chile sabía que, muerto Grau, el camino hacia la invasión de Lima y el saqueo de la odiada capital quedarían allanados.
Habrá recordado el almirante Luis Giampietri que Grau murió, destrozado, cumpliendo su deber. Para recordar cómo fue esa muerte digna que el destino juzgó inexorable recordemos las palabras de un periodista chileno, el corresponsal de guerra de El Mercurio, de Valparaíso:
«Los efectos del otro proyectil fueron todavía más terribles. Dando de lleno al lado de estribor de la torre de combate del comandante, hizo en ella un grande agujero y fue a azotar contra la pared del lado opuesto [...]. Al comandante Grau [...] lo destrozó instantáneamente. Todo lo que quedó de él fue el pie derecho y una parte de la pierna, algunos dientes incrustados en el maderamen interior, y menudos trozos confundidos con los hacinados restos de la torre. Eran las 9 y 32 de la mañana» (crónica publicada el 12 de octubre, vía telégrafo, por El Mercurio de la capital chilena).
Así mueren los que se asoman al mayor de los corajes: al del deber cumplido. ¡Y pensar que el Huáscar, agujereado por todas partes, acribillado desde todos los ángulos, resistió hasta las 10 y 55 de aquella mañana! ¡Una hora y 13 minutos de resistencia admirable en la que se sucedieron, al mando de la nave mártir y luego de la muerte de Grau, Aguirre, Ferré, Rodríguez y Carbajal, todos muertos en su puesto de mando!
Dejemos que el corresponsal chileno de El Mercurio nos cuente el final de la historia:
«Al abordar al Huáscar el primer bote chileno [del Cochrane] estaban todos los oficiales peruanos sobre la cubierta, pero ninguno de ellos entregó su espada, porque momentos antes las habían arrojado al agua. Algunos de ellos, entre los cuales se cuenta el oficial de la guarnición, gritaban: ‘¡Los peruanos no se rinden!’. El capitán Peña, que iba animado de la intención de dejarlos en posesión de sus espadas, pues bien lo merecía aquella porfiada resistencia, les dijo en tono seco: Tienen ustedes cinco minutos para embarcarse en el bote [...]. Por todo el interior del Huáscar no se podía dar un paso sin tropezar con algún resto humano y materialmente se chapoteaba en la sangre...».
¿Qué pensaría Grau de marinos que matan a rendidos? ¿Qué pensaría de un compañero de armas tan valiente con los desarmados? ¿Y qué pensaría Grau de un gobierno tan netamente subordinado a Chile, no en nombre de la paz sino en nombre de la cobardía y los complejos, esos complejos que Grau odió y contradijo con su muerte, esos complejos que el doctor García encarna con la más absoluta perfección, el papelote encarna con históricos precedentes, la televisión encarna con su amnesia conveniente y la prensa, en general, encarna con su minuciosa ignorancia sobre el pasado? El contralmirante Grau nos mira y se avergüenza. Él también quiso la paz de los dignos.

La Primera, 10 de octubre del 2006.

César Hildebrandt



Hoy decidí publicar algunos artículos escritos por uno de nuestros grandes periodistas, de los pocos que tenemos por no decir ÚNICO, para el deleite de aquellos que no pudieron comprar el último libro de Tierra Nueva Editores: Una piedra en el zapato
Columnas de opinión (2006-2011)


Solo publicaré los que, a mi parecer, son los mejores del libro. Ojalá sea de su agrado.