Tengo tantos temas en mente para publicar en este blog, que no sé por dónde empezar. Pero hoy, justo hace unos minutos, decidí escribir sobre este sentimiento que me aqueja desde hace bastante tiempo: mi tristeza y lo que siento por mi mamá.
Yo triste
Todos podrán decir que es tonto y muy sentimental este post, pero no puedo seguir reprimiéndolo. Es algo que me carcome cada noche y cada mañana. Yo desde la adolescencia sufro de depresión. Siempre me sentí ―y hasta ahora me siento― triste, sola y vacía. Será por todas las cosas malas que he visto y vivido. Ningún niño podrá desarrollarse bien emocionalmente si ve a sus padres pelearse, maltratarse e insultarse. No podrá crecer tranquilo si ha pasado por muchas cosas malas ―como que un familiar te haya tocado indebidamente―; ver que tus padres se siguen llevando mal, cuando tú ya tienes 23 años y eres casi independiente. Porque sufres al ver que tus hermanos menores siguen viendo esas cosas.
Porque es frustrante seguir sintiéndose triste, vacía y sin sueños a futuro. Porque es triste tener que sentirse sola cuando tienes a algunas personas que te quieren aunque no te lo digan siempre. Porque es difícil sentirse querida y necesitar que alguien te diga “Te quiero” para sentirse bien.
A mi mamá con profundo amor
Mi mamá se llama Doris, tiene… no sé cuántos años tiene. Creo que no quiero averiguar su edad porque si lo hago, siento que ya no será eterna. Siento que ya no será esa mujer que me ha hecho llorar, gritar, renegar, reír. Siento que si sé su edad ya no me perseguirá con un balde de agua con el pretexto de “¡Despierta! Deja de estar como zombi”. Y yo empiece a gritar toda una escandalosa. Siento que si sé qué edad tiene, ese recuerdo sobre cuando mi mamá era la líder en todas las excursiones cuando éramos niños desaparecerá. Era esa mujer que nos decía: “Vamos a escalar esos cerros. Vamos al río”. Siento que si averiguo cuántos años tiene, se me va para siempre. Desaparece ese encanto que ella tiene. Ya no podría mirarla con los ojos de niña por más que tenga ya 23 años.
Y es que ella, con todos sus defectos, con su pensamiento de hace cuchumil años, es perfecta para mí. Es mi diosa, es mi guía, es mi ejemplo. Es lo único valioso que tengo en esta vida, mi vida. Es la mujer que cuando le conté que tengo que ir al ginecólogo ―a la edad de 19 años― me dijo: “Te van a meter una cosa fea”. Yo le dije: “Sí, ya sé”. Y ella me miró con cara de huevo diciéndome “¿Qué, ya no eres virgen?”. No mami, ya no lo era.
Y es ella, la mujer que me castigó con no matricularme en la universidad porque hacía lo que quería. Porque llegaba a casa luego de dos días ―no me drogaba, ni me emborrachaba― y ella me recibía tirándome papas.
Es esa madre que a pesar de todas las cosas malas, siempre me dejó libre, para que así pueda aprender de mis propios errores, aunque sabía que en el fondo no era lo que ella quería.
Yo sé que ella hubiera querido que viviera con ella hasta los mil años, pero sabemos que eso no es posible.
Te extraño y te pienso. Te adoro y te respeto. Porque si no fuera por ti, yo no existiría.
Escribir todo esto es como una especie de catarsis.